Ni buenos ni malos
Querido y admirado John Wayne, o sea, Yonbaine, que es como te llamé toda la
vida; ¡cuánto echo de menos tu mirada franca y honrada, tu inconfundible modo
de caminar, tu sonrisa irónica y tu colt 45!
No todas tus pelis fueron Westerns, pero en el
Oeste es donde te encontrabas más a gusto porque no necesitabas cambiar de
personalidad; allí te interpretabas a ti mismo. Eras tan John Wayne en la vida real como en la pantalla. Me
apuesto un dólar a que, terminado el rodaje, volvías a casa, amarrabas el
caballo en el parquin, y, sin quitarte el sombrero de la cabeza ni el pañuelo
del cuello, dabas cuenta del último güisqui, con las botas sobre la mesa y el
revólver a tu diestra.
Tus biógrafos, con sospechosa unanimidad, se
complacen en destacar la "rudeza" de tu carácter y tus ideas
"ultraconservadoras". Sin embargo, cuando uno lee el testimonio de
tus allegados, la impresión es muy diferente: dicen que fuiste un hombre
entrañablemente familiar, un buen padre de familia y un abuelo casi pegajoso. Lo del "ultraconservadurismo" no merece
comentarios; en esta tierra nuestra si uno va a la iglesia los domingos y no se
divorcia cada cinco años corre el riesgo de ser tachado de talibán.
He vuelto a leer la historia de tu conversión a
la Iglesia Católica por influencia de John Ford —otro gran John—, que dirigió
muchas de tus pelis y fue también católico a pesar de sus muchas miserias y pesares;
pero no hablaré de eso. Hoy quería agradecerte alguna de las lecciones que me
diste en la pantalla.
De ti, y de tu maestro John Ford, aprendí que
los hombres sencillos son más ricos que los poderosos; que los humildes saben
crecerse en la adversidad; que es preferible tener una familia a estar solo; que
vale la pena luchar para no perder a los tuyos; que la infancia es un campo
sembrado de nostalgias; que las mujeres no son objetos de consumo y pueden ser
adorables a los 20 años y a los 80; que en los horizontes del oeste se forjan
los sueños y las leyendas; que hay que mantener limpio el revólver para hacer
justicia a los inocentes. Y es que, querido Yonbaine, en el cine que tú hacías había
buenos y malos, y tú siempre eras de los buenos.
Ahora me dirán que no sea simplista, que en este
mundo traidor el bien y el mal están mezclados como el trigo y la cizaña; que
los buenos no lo son tanto y los malos, en el fondo, también tienen su
corazoncito. De acuerdo, pero también es cierto que en aquellas añoradas películas,
los buenos —sin ser santos— luchabais por defender la justicia. Y amabais la verdad,
la fidelidad a la palabra dada, la patria, la familia. Incluso bendecíais la
mesa antes de almorzar sin pedir permiso al fiscal del distrito.
Las cosas empezaron a estropearse con el
nacimiento de la llamada "novela negra". Raymond Chandler, Dashiell Hammet,
Ross Macdonald, sus más conocidos representantes, dieron a luz respectivamente
a Philip Marlowe, Sam Spade y Lew Archer, tres detectives duros, solitarios, cínicos y
de moral ambigua, que parecían fascinados por lo más oscuro e irracional del
ser humano y penetraban en las más turbias alcantarillas a cambio de un puñado
de dólares.
A partir de entonces la división entre buenos y malos se fue difuminando
en la literatura y en el cine, y el careto taciturno de Humphrey Bogart,
con su pitillo colgado del labio, echó de las pantallas a Gary Cooper.
Sabes bien, querido John Wayne, que el fenómeno
responde a una profunda crisis de valores de nuestra decrépita sociedad
occidental. El "todo por la pasta" parece haber sustituido al
"todo por la Patria". Y el
aroma de las cloacas ha contaminado la literatura, el cine y la tele. Ya lo
dijo Lord Voldemort, el malo malísimo de Harry Potter: "no hay ni mal ni
bien, sólo hay poder y personas demasiado débiles para buscarlo".
Yo no me resigno, querido John. Por eso te
invoco con este mail. Saca del armario el látigo y el revólver para dar un buen
susto a esos tristes héroes —ni buenos ni malos— que vagan por la literatura y
las pantallas escupiendo procacidades y blasfemias, sin más horizonte que su
propio estómago.
Te necesitamos, amigo.