Europa y sus miedos
Queridísimo Juan Pablo II; me dicen que a los santos se les tutea. Permíteme, por tanto, que yo también lo haga en este e-mail.
Iniciaste tu pontificado romano hace 38 años. Yo estaba allí. Fue una mañana de sol, y la plaza de San Pedro resplandecía abarrotada de fieles de muchos países. También de Polonia, a pesar de que aún no habían caído los regímenes comunistas y el telón de acero seguía en pie.
A la izquierda del altar había una tribuna con mandatarios de medio mundo. En primera fila vi a la Reina de España, tocada con mantilla blanca y, junto a ella, al Rey don Juan Carlos.
En la homilía de la Misa empezaste hablando de tu propio miedo ante la carga que el Señor había echado sobre tus hombros. Recordaste a San Pedro, quien, según la novela de Sienkiewicz, quiso huir de Roma durante la persecución de Nerón, pero el Señor salió a su encuentro. El Apóstol le preguntó: quo vadis, Domine?: ¿Dónde vas, Señor?. Y Jesús le respondió: voy a Roma para ser crucificado por segunda vez. San Pedro, avergonzado, regresó a la Urbe y permaneció allí hasta su martirio.
Luego hablaste de otros miedos. Consciente de la dignidad y de la grandeza de tu misión, hiciste al mundo una súplica humilde llena de energía:
—"¡Hermanos y hermanas! ¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad! ¡No temáis! ¡Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura. de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo sabe lo que hay dentro del hombre. ¡Sólo Él lo sabe!"
La potencia de tu voz, y sobre todo la fe, la esperanza y el amor a Dios que traslucían tus palabras golpearon las corazones de millones de personas.
—"Yo, sucesor de Pedro, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: ¡Vuelve a encontrarte, sé tú misma, descubre tus orígenes, aviva tus raíces...! Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual (…) Tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo”.
Y concluiste:
—"Si Europa abre nuevamente las puertas a Cristo y no tiene miedo, su futuro no estará dominado por la incertidumbre y el temor…"
El caso es, Santidad, que los europeos, lejos de abrir las puertas a Cristo, parecen decididos a expulsarlo de las instituciones y a borrar toda huella de su paso por este continente. Han olvidado las doce estrellas blancas sobre fondo azul que forman la bandera de la Unión Europea. Representan la corona de la Virgen María tal como aparece en el Apocalipsis. Esa fue la intención de quien la diseñó, y quizá también la de los que la aprobaron precisamente el día de la Inmaculada de 1955.
Se diría que Europa hoy es un árbol milenario que se avergüenza de sus raíces y las repudia porque las teme. Dicen que los árboles mueren de pie; pero un árbol sin raíces se desploma y se pudre en tierra como un gusano.
¡Pobre continente, triste y asustadizo sin savia que lo alimente ni más valores que los bursátiles! Cada año tiembla ante una nueva amenaza cósmica: las vacas locas, la gripe A, el mosquito zika, el ébola, el islamismo… Ahora llaman a nuestra puerta cientos de miles, quizá millones, de refugiados que huyen de la guerra y del hambre; es Cristo quien viene, pero Europa lo ve como un peligro y, paralizada por el pánico, se atrinchera detrás de sus muros.
Querido Juan Pablo, haznos oír de nuevo tu voz poderosa. Sacúdenos la conciencia, como en 1978, con aquel "no tengáis miedo; abrid las puertas a Cristo". Y que se conmueva, igual que entonces, hasta la columnata de Bernini.