Querido Gestas. Ni siquiera
sé si éste es tu nombre. Así te llaman algunos evangelios apócrifos, que aprovechan
la ocasión para ensañarse contigo contando lo malísimo que fuiste en el pasado
según alguna leyenda poco fiable. Lo único seguro es lo que cuenta San Lucas.
Dice el evangelista que fuiste crucificado junto a Jesús y que increpabas al
Señor como cualquiera lo habría hecho en aquellas terribles circunstancias: "¿No
eres tú el Mesías? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros!". Es verdad que te
faltó un poco de perspicacia. Podías haber dado el gran golpe de tu vida
asaltando el Cielo y robando el tesoro de la Vida eterna, que es lo que hizo tu
colega, Dimas. Ése sí que fue un ladrón de verdad, un profesional de primera.
Sin embargo, querido Gestas, debo
decir que te entiendo muy bien. Es más, supongo que yo tampoco habría sido
capaz de dar el gran salto de Dimas. Me habría quedado a medias, como tú,
gritando de dolor y de rabia y apelando a quien pudiera salvarme de aquella
tortura infame. ¿Acaso me convierte eso en blasfemo o en mala persona? Entiendo
que no. Y estoy convencido de que Jesús tampoco lo vio así.
Durante estos días de Semana
Santa, en muchas ciudades de España salen a la calle cientos de pasos en los
que se representa la muerte de Cristo. En algunos aparecéis Dimas y tú, los dos
ladrones. Dimas viene siempre con rostro seráfico, como si nunca hubiese roto
un plato. A ti, en cambio, te ponen un gesto de odio y cólera que se me antoja
injusto. No nos lo tengas en cuenta. Comprende que el arte es sobre todo un
lenguaje, y los imagineros tratan de explicarnos que el dolor tiene dos caras.
A ti te han adjudicado la más fea.
El dolor es, en principio, un
mal y una consecuencia del pecado. Cuando Adán y Eva desobedecieron a Dios en
el Paraíso, el Señor los dejó en manos de su propia naturaleza pasible y
mortal. El diablo les había prometido que serían como dioses y eso fue paradójicamente
lo que les ocurrió: se convirtieron en diosecillos ridículos e indefensos, privados
de los dones que Yahvé les había concedido al crearlos. Y nuestros primeros
padres conocieron el dolor, la angustia, la fatiga del trabajo y la muerte.
Cristo, nuestro Señor, al
encarnarse, asumió ese castigo. Quiso ser "carne de pecado", según la
dura expresión de San Pablo, y sufrió desde la cuna a la cruz un dolor injusto,
pero real. Sin embargo arrancó al sufrimiento su veneno mortal, lo convirtió en
un modo de amar, de entregar la vida para rescatar a sus amigos. Y abrazó la
cruz que le echaron sobre los hombros como un amante abraza a su amada.
Desde entonces todos tenemos
la posibilidad de abrazar el dolor con el que siempre nos tropezamos en esta
vida, y ser "otros Cristos". Esto es lo que hizo Dimas. Él comprendió
que podía identificarse con Aquél inocente que moría a su lado, y aceptó su
propia cruz, que, desde ese momento, fue también de su Señor.
Pero no todos descubren a Cristo en el
sufrimiento. A muchos el dolor les lleva a la desesperación, a la blasfemia o
al suicidio. Hay quien, de tanto padecer, pierde la fe, quien abandona toda
esperanza y alimenta su odio. Pienso en Judas Iscariote, otro personaje de la
Semana Santa. Él no recibió en la tierra más castigo que el de su pecado, que
le torturaba. Tuvo su propia pasión. ¡Maldita pasión de Judas, que le llevó a
la desesperación y a la muerte!
No fue tu caso, ¿verdad,
Gestas? A pocos centímetros de Jesús tú sólo sufrías. Tu queja era un lamento
razonable, como el de tantos hombres y mujeres de todas las épocas que padecen
la pobreza, el hambre, la enfermedad, la persecución o la violencia. Quizá no
sepan nada de Jesús; quizá nadie les haya hablado jamás de la Cruz ni de su
valor redentor, pero el Señor está a su lado, tan cerca, tan cerca, que no
necesitan casi nada para llegar al Cielo.
Tú también lo lograste, amigo
Gestas. Detrás de Dimas, unos minutos más tarde, entraste en el Reino. Espérame
en la puerta, ladrón. ¡Nos parecemos tanto…!