―¿Hace cuánto tiempo que no oyes predicar sobre la virtud de la audacia?
Alfonso, mi colega y vecino, se lo piensa dos segundos.
―Hace bastante, la verdad.
También yo la echo de menos. No quiero decir (aunque a lo mejor sí) que ahora seamos más cobardes que en otras épocas, pero es evidente que la intrepidez y la valentía cotizan a la baja y ya casi no cuentan en el ranking de las virtudes de moda.
Es cierto que sigue habiendo pelis de aventuras con héroes admirables. Todos hemos visto cómo Indiana Jones o Tom Cruise se juegan la vida en la pantalla quince veces por minuto; pero han abusado tanto de los efectos especiales y de la hemoglobina con salsa de tomate que esas historias parecen venidas de otro Planeta. Nadie sueña con emular a unos personajes de dibujos animados. Y, desde luego, casi nadie valora la audacia en la vida ordinaria; en el trabajo, en el estudio, en el amor, en las mil pequeñas decisiones que uno debe tomar a lo largo de la vida.
Hace un año hablaba con Pedro, un chaval de bachillerato que hoy ya está en la universidad. Yo lo veía siempre receloso, con la guardia alta, desconfiando de todo y de todos.
Fui al grano enseguida:
―¿A qué tienes miedo? ―le pregunté―.
Su respuesta me dejó perplejo:
―A que me pase algo.
―¿Algo?
Pedro era un tipo trabajador, inteligente, deportista y encima guapo; pero pareció volverse bobo de repente. Me habló de la gripe A, que era la moda del momento, del calentamiento global, “que puede acabar con el Planeta”; de una chica que a lo mejor le decía que no, de un posible fracaso académico, del miedo a equivocarse de carrera…
Por un momento pensé que aquel chaval necesitaba la ayuda de un psiquiatra, pero a medida que lo fui conociendo, comprendí que era sólo una víctima más de esta sociedad hipocondríaca que ha adoptado como valor supremo la seguridad y ha perdido casi por completo el gusto por la aventura y el vértigo de la libertad.
El bueno de Pedro era hijo único, y un padre superprotector le había convencido de que hiciera una carrera facilita y segura, que no corriera el riesgo de estudiar medicina, que es lo que quería el chico, porque “eso es muy difícil y a lo mejor no estás capacitado”. Su madre, una buena mujer, le puso en guardia contra las chicas en general y contra el matrimonio en particular. Luego, el propio carácter de Pedro y lo que él llamaba su “experiencia” hicieron el resto.
La sociedad del bienestar está plagada de hombres y mujeres como Pedro, temerosos de que les pase “algo”. Los medios de adoctrinamiento colectivo del Estado Nodriza parecen habernos convencido de que la felicidad se encuentra en la anestesia, de que en la duda, jamás hay que elegir lo más audaz; siempre, lo que no implique riesgo alguno para la salud o el confort personal. Nos instan a protegernos contra mil enemigos, presentes y futuros, reales e hipotéticos. Y, claro, mi querida “tribu Danone”, de la que tanto he hablado en estas páginas, se nos vuelve timorata y espantadiza.
―¿Entregar la vida? ―Marijose abrió unos ojos como platos―. Pero eso…, eso no se puede hacer, ¿verdad?
La pobre chiquilla pensaba que aquello era un gravísimo pecado mortal.
Uno, que lleva ya muchos años tratando de enseñar a los adolescentes la difícil asignatura de la libertad, sabe que, gracias a Dios, no son pocos los que aprenden que, para ser libres, hay que tener coraje, luchar por conseguir metas que se nos antojan quiméricas. Y entregar la vida, gozándose en esa entrega, porque sin riesgo, sin aventura, la existencia no tiene sentido.
Me lo decía Kloster el viernes pasado:
―Aprende de la experiencia y de la sabiduría de los viejos, pero no de su vejez. La vejez es una enfermedad pegajosa y epidémica. Y los que se contagian…
―¿Qué pasa con los que se contagian?
―Que acaban haciendo puenting o balconing para sentir, al menos una vez, el gustirrinín del peligro. ¡Pobres chicos!